La catedral de la luz by Ruben Laurin

La catedral de la luz by Ruben Laurin

autor:Ruben Laurin [Laurin, Ruben]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2018-01-01T05:00:00+00:00


* * *

Al fin tuvo que separarse de su lado el desvergonzado francés; el padre de Helena le había mandado que se acercara a la pila bautismal para que sostuviera el plano de construcción. Como si se hubiera dado cuenta de lo mal que se sentía ella junto a él. Helena respiró aliviada.

En lugar de escuchar el relato del viaje del arzobispo, el escultor había estado susurrándole palabras francesas al oído. Frases de un poeta de su tierra, como le explicó a continuación. Y por si fuera poco, luego le había traducido los versos: Tu aroma a flores me indica a mí, la mariposa, el camino, oh bella rosa. El perfume de tu belleza me resulta embriagador. Ojalá me permitieras posarme en ti y saciarme con tu néctar.

O algo parecido. Helena resoplaba desesperadamente. Bonitos versos, sin duda. Se miraba las puntas de los zapatos y se mordía los labios. ¡Qué descaro, susurrarle al oído! Y además, en presencia del arzobispo y de tantos religiosos. Helena notó que se iba poniendo furiosa.

¿Acaso ese escultor pretendía hacerle la corte en toda regla? ¿Es que no sabía que el caballero Ansgar acababa de pedirle el día anterior al padre, de nuevo, la mano de su hija? ¿Y que ella le daría el sí casi con total seguridad?

Helena se había encargado de que enseguida se hablara de ello en las obras. Y no mucho después, también en la plaza del mercado. ¡Por todos los santos! ¿Qué quería ese francés de ella? Se propuso cantarle las cuarenta.

Dos profundas inspiraciones y se acabó el enfado. Alzó la vista.

Y miró al wendo a la cara.

Lo vio al otro lado de la vieja pila bautismal, en la última fila, junto al herrero. Apenas lo reconoció, pues ya no llevaba barba. Incluso el cuero cabelludo, parecía haberse rapado. Helena quiso eludir su mirada, pero de repente cayó en la cuenta de que la noche anterior había soñado con él. Con su vigoroso abrazo, con su beso. Tan repentinamente le vino el recuerdo, que se olvidó de apartar la vista.

¡Cómo la miraba! Con timidez y consciente de su culpa. Y, en cierto modo, con tristeza. A uno como él le era completamente ajena la encantadora sonrisa de un Ansgar. Y no digamos ya la jactancia y la sonrisa de satisfacción de un Gotthart. ¿Acaso no era en el fondo un buen chico, ese wendo? Y además, honrado. Y si daba crédito a su padre, incluso un escultor extraordinariamente bueno.

—La pila bautismal tiene que estar aquí. —El arzobispo señaló el plano—. Debe estar a la vista cuando, en su día, se entre a nuestra catedral por la proyectada portada occidental. Únicamente el sacramento del sagrado bautismo justifica la entrada en la catedral de la luz. Y con ella, en la Nueva Jerusalén. La pila bautismal ha de recordárselo a todos los que entren.

—Entonces propongo colocar las columnas antiguas en el lugar más sagrado de la catedral, Su Excelencia Reverendísima, es decir, donde también reposan los restos del gran emperador Otón. —El maestro de obras señaló el plano—.



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